Comencé a escribir en la década del ochenta, en el siglo pasado (dicho de esta forma repercute como un hecho ancestral); si bien manejo las nuevas tecnologías muy bien, siempre tuve la idea de que lo escrito debía publicarse en papel. Pero, todos los que han intentado lo saben, publicar no es fácil y mucho menos si uno vive alejado de los centros literarios. A pesar de haber participado en algunas antologías y revistas y haber ganado algún que otro concurso no creo que nada se compare al sentimiento de ser el protagonista de la tapa de un libro.
Pero más allá de delirios personales, de la lujuria de la fama y el egocentrismo tira bombas que cacarea la propia supremacía de su pensamiento, la pregunta motora de la escritura está ahí: ¿par qué se escribe? (por favor no piensen en la respuesta top de los escritores “para exorcizar fantasmas”).
Para responder la pregunta expuesta tomo como supuesto la idea de que uno escribe para otro (aunque a uno le apene lo que ha escrito, como a mí) y si es así lo que uno está tratando de hacer es de presentarse, de decir ¡“mírenme”!. Y puedo aceptar que ese “míerenme” puede estar dicho con la mayor humildad o la más pesada petulancia pero siempre se trata de decir” acá estoy”.
Tras los pasos de este razonamiento, un tanto errático, es que decidí salir a mostrar lo que he escrito durante tanto tiempo y decir mírenme acá estoy.
En cuanto al por qué escribo, es decir, esencialmente qué me ha llevado a elegir esta forma de presentación mi teoría es simple: escribir es una bella forma de pasar el tiempo.
Este es el pensamiento a seguir tras la creación de este blog el cual se ira desenvolviendo a medida que el tiempo transcurra.
RECORDANDO
He acosado el tiempo, la distancia y juro no
saber exactamente la veracidad de lo que voy a relatar. Poco importa que el
lector de estas líneas me crea, que incluya este relato dentro de un género
fantástico o se lo atribuyan a un escritor perturbado; porque lo primordial de
esta historia es que yo la pueda reconocer como un relato de mi vida.
Hace
algunos años; en un otoño común, en una mañana de hojas ocres y cielo gris
ceniza, me percaté de pequeñísimos olvidos, puntitos minúsculos de vacío en mi
memoria. No me inquietaron, atribuí las causas de esos diminutos desencuentros
con mis recuerdos al exceso de trabajo. Aquella mañana encontré, junto al
diario, un panfleto de propaganda de una casa de artículos electrodomésticos,
en él se publicitaban una gran variedad de televisores en cuyas pantallas se
veían estrellas de cine. Como buen aficionado intuí conocer a todos los actores
y, en algunos casos, estaba seguro de saber el film del cual habían sido
extraídas las imágenes. Al intentar señalar a la más famosa de aquellas
estrellas su nombre había desaparecido de mi memoria. Hice un esfuerzo casi
físico, como empujando los recuerdos, pero no encontré nada que empujar.
Furioso y obstinado me senté a la mesa de la cocina con una lapicera, un cuaderno
y el panfleto en la mano imponiéndome recordar: TV nº 1 Marylin Monroe; TV
nº2 Spencer Trayce; TV nº 3 Ingrid Bergman; etc.
Para
completar la lista estuve todo el día, no comí y tampoco fui a trabajar. Cuando
concluí con el último nombre me sentí satisfecho y muy aliviado.
Al día siguiente, caminando por la peatonal,
entre las vidrieras hibridas y la gente desconocida, me encontré con Axel. Me
saludó con su voz de locutor de radio y el tono de un amigo íntimo, pero cuando
quise nombrarlo no pude. Evité toda referencia que me pudiera llevar a
pronunciar su nombre, en tanto Axel comentaba la organización de una
conferencia sobre identidad de no sé quién (lo que me hizo deducir que era un
compañero de trabajo, aunque de mi trabajo tampoco recordara nada). Barajé
diferentes excusas para finalmente evadirlo con un simple y educado “me tengo
que ir tengo una reunión”. Deseché el accidente con rapidez, hasta aquel
momento era un hombre optimista de convicciones profundas y gran capacidad de
esperanza.
La
prueba irrefutable de que mi memoria estaba consumiéndose como una fotografía
entre las llamas llegó ese mismo día al intentar regresar a casa. No supe que
dirección seguir. El nombre de la calle, del barrio y la localidad se habían
desvanecido como un terrón de azúcar en el café. Deshojé los papeles que
llevaba en el maletín, en mi billetera, en mis bolsillos, pero nada, sólo una
agenda electrónica que no supe cómo manejar. “Maldita tecnología” rezongué
frustrado.
Confundido
me refugié en el banco de una plaza que me albergó hospitalaria. En ella tuve
la compañía de un anciano dedicado a charlar con sus propios recuerdos (con
seguridad más fuerte y aguerridos que los míos), también la de una pareja de
adolescentes que no dejaron de hablarse boca a boca y de unos niños jugando en
el arenero vigilados por su madre. Durante toda la tarde y con una
concentración casi absoluta reconstruí la ciudad entera, cuadra por cuadra
(avenidas, calles, callejones, plazas, acequias, edificios, árboles, cielo)
ampliando el mapa paulatinamente hasta encontrar una construcción que se antojó
mi casa. Descansé unos minutos, disfrutando el cromatismo que ofrecía la luz
del atardecer a través de las hojas sobrevivientes de los árboles. Movido por
el temor de olvidar la maqueta mental que había edificado me puse en marcha,
despidiéndome del banco que por una tarde había sido el centro del mundo para
mi memoria. Al llegar la media noche encontré mi hogar remachado entre otros
muy parecidos. Fatigado por el esfuerzo de recordar y caminar me tiré en la
cama y dormí sin soñar.
Desperté
con el sol acurrucado en los temores del día anterior. Decidí sentarme en la
mesa del comedor con un cuaderno y una lapicera para recuperar trozos de mi
pasado antes que se difuminaran en el olvido. Desistí de usar la computadora,
presentía haber extraviado los pasos elementales para utilizarla y sobre todo
porque su pantalla aterraba mis sentidos.
Comencé
anotando recuerdos sueltos de mi infancia, según se iban presentando inocentes
y descuidados:
“Papá
tenía una moto Zanella 125 con capacidad para la familia completa, en ella
atravesábamos las calles de piedra rumbo a alguna parte”. Aún sentía el zigzag
de la moto esquivando las piedras y los pozos cuando surgió otra imagen dando
tumbos por el aire:
“Una
canastita de mimbre barnizado, mamá preparando la merienda, recuerdo el olor a
manzana, el inmenso jardín de infantes con sus mesitas de juguete, el
voluminoso peinado de la maestra, una chiquita de trenzas negras y ojos
saltones que dibujaba junto a mí soles verdes y casa patas para arriba”.
Las
visiones se iban sucediendo sin que mediara mi voluntad y yo las tomaba entre
mis manos con cuidado, examinándolas como a una joya preciosa para darles su
valor exacto:
La
vieja casa de mis abuelos siempre abierta para todo el que quisiera entrar,
como aquel roquero que trajo mi tío después de haberlo encontrado medio muerto
de hambre en la ruta o el amigo loco de un vecino que se acercó una tarde para
compartir unos vinitos y terminó viviendo seis meses en la habitación del fondo
con el tío Eduardo.
El
tío Eduardo, el hermano soltero de mi abuela, ermitaño y gruñón, que pasaba sus
días de jubilado sentado en un banco de la plaza 25 de Mayo dando de comer a
las palomas y conversando con otros jubilados de los avatares de la política o,
simplemente, recordando los tiempos de juventud.
“Hay
cosas que han quedado marcadas en nuestro interior esperando ser borradas por
la mano definitiva, inevitablemente su destino es no perdurar”. Pensé a la vez
que me soñaba en un desierto sin horizonte.
Al
quinto día tuve que salir a comprar más cuadernos y lapiceras. Me costó
caminar, tenía dolores en las articulaciones y mi mano derecha estaba
entumecida de tanto sostener el birome. No tarde media hora, el día lanzaba
baldazos de vida, los colores impresionaban por su nitidez y las calles
parecían más limpias, como si recién hubiesen sido inauguradas. Al regresar de
ese paseo dispuse todo lo que hacía falta para mi tarea al alcance de la mano
ya que en ese momento parecía que el tiempo jugaba en mi contra y no quería
perderlo en tonterías.
Recordando
estuve un largo tiempo (tiempo que no medí) Llené 1534 cuadernos de cincuenta
hojas cada uno con letra minúscula pero legible, gasté 126 lapiceras, todas de
la misma marca y modelo para no introducir variaciones ineficaces. Intenté
renunciar a cualquier recurso literario y elegí un discurso inclinado al relato
histórico y autobiográfico. Pero ciertas secuencias eran imposibles de ser
rescatadas sin la utilización de metáforas, símiles o imágenes oníricas.
Cuando
creí haber concluido con la tarea de reconstruir mí pasado, tranquilo y
satisfecho me dirigí al baño a darme una ducha y afeitarme la barba que se
había incrustado en mi rostro. Era la primera vez, desde que comencé a recordar
que veía mi rostro en el espejo. No era el mismo, había cambiado, No me refiero
a la barba o a una arruga insustancial sino a ser diferente a como yo
recuperaba del pasado mis facciones. Creía (un verbo que en estos días ha
tomado un significado insólito e inefables) tener ojos ligeramente más oscuros
y cejas abundantes, hubiera apostado que mi nariz era mucho menos perfecta y
mis labios no tenían este color rosado tan espantoso. Dudé. Me pareció una
buena idea recurrir al pequeño álbum que guardaba en el escritorio. Fue una
fotografía junto a mi abuelo que confirmó la verdad revelada por el espejo. No
tuve más remedio que aceptar mi nueva cara y volver al último cuaderno para
recuperar el rostro que recordaba haber tenido. No salí hasta el día siguiente
después de dormir sin soñar y sin cerrar los ojos.
Al
salir note que la calle había envejecido, todo me pareció opaco, borroso y vil;
algunas construcciones carecían de color y algo me hizo sentir de que también adolecían
de espíritu. Giré para contemplar mi casa y vi que era de dos plantas (o lo que
es lo mismo le había crecido otra casa arriba), un balcón al frente le
sobresalía como una lengua insensata, sostenida por cuatro columnas de mármol
blanco y capitel gótico. Enseguida noté varios edificios altísimos que al oeste
poblaban el cielo. A todas estas variaciones no podía adjudicarles el valor de
ínfimas, accidentales, producto del tiempo o la circunstancia. La situación la
analicé desde mi racionalidad, pero era imposible una respuesta coherente.
Resolví entrar en la casa por seguridad. Al cerrar la puerta pasó lentamente un
auto cuya marca y modelo no pude identificar, el conductor me saludo con la
mano izquierda apenas levantada y una sonrisa de feliz cumpleaños. Yo le
respondí el saludo con una inclinación de mi cabeza, musitando “pobre infeliz”.
Regresé envuelto en dudas a la mesa de la cocina a leer mis cuadernos,
intentando averiguar en qué punto mi vida se había desviado en recuerdos
irreconocibles.
Comencé
en el cuaderno número uno, en la página número uno, con la moto de mi padre.
Hasta el cuaderno 252 relataba mi infancia saltando de un paisaje a otro como
postales de lugares exóticos, sin respetar cronología ni seguir una lógica en
el relato. Todo era dulce y excitante penetrado por la magia y revuelto de aventuras,
el olvido era un derecho trabajar con la imaginación una obligación y por algún
subterfugio de la razón los objetos más viejos parecían nuevos y los inútiles
tenían una utilidad escondida.
Las
páginas que hablaban de mi adolescencia y mi adultez eran sobrias como si las
hubiera escrito un observador imparcial. Algunos cuadernos contenían listas
detalladas de personas conocidas conforme habían aparecido en mi vida, con sus
datos personales e inclusive una pequeña biografía. Una cruz indicaba los fallecidos,
dos cruces los detestables y un asterisco las personas que me arrancaban una
sonrisa.
El
cuaderno 495 confirmó que recordaba recuerdos y el siguiente que recordaba
memorias de otros.
En
el 783 describo un sueño catalogando con minuciosidad cada elemento de las
escenas que lo componía. Esto me dio el indicio: mucho de lo que había escrito
eran sueños.
Otra
conclusión en mi lectura fue que mis recuerdos eran exponenciales, que ciertos
acontecimientos los había vivido más intensamente y que lo intrascendente, lo
mínimo, ocupaba un lugar de privilegio, como si la atención sobre esas cosas
hubiera sido absoluta y por lo tanto el recuerdo duradero. Sentí que mi vista
se negaba a la luz, tres días estuve leyendo mi vida sin parar. Mi cuerpo le
urgía comer y beber, pero la necesidad de encontrar un por qué me llevó a un
último esfuerzo, seguí leyendo.
El
cuaderno 1474 encarcelaba o cobijaba (no sé cuál adjetivo es apropiado, supongo
que los dos son válidos) todos mis miedos, como si de esa forma perdieran su
valor de intimidación. La letra era irregular y las hojas estaban llenas de
manchas producto de las lágrimas. Es
extraño, he olvidado los momentos en que estuve escribiéndolo, aunque
reconozco, en las figuras exiguas de las letras, el dolor de mi incertidumbre.
Este cuaderno era el más lúcido y emotivo, me hizo sentir que todas las
personas deberían tener un cuaderno 1474.
En
los sesenta cuadernos finales la temática y la forma con la que había encarado
mi pasado había mutado, era como si el escritor fuera otro: describía miradas
fugaces de rostros circunstanciales, mezclaba secuencias de mi vida para formar
un collage alucinado, había música interior, una cadencia lenta pero vibrante,
comencé a relatar con parábolas que devinieron en aforismos. Disfruté la lectura.
En
un cuaderno había un espacio en blanco, apenas dos renglones que me impactaron.
La textura del papel me hipnotizó (por unos segundos fui tantas cosas): ¿qué se
esconde tras ese vacío? ¿De qué me hablan las palabras no escritas?
¿Qué
historias eran posibles en dos renglones en blanco? Las preguntas se diluyeron
en partículas sin respuesta y dejé de preocuparme, ya nada guardaba su sentido
primitivo.
En
el 1500 dejaba de confeccionar listas de personas conocidas y los cuadernos
1533 y 1534 sólo describían la ventana frente a la mesa, la mesa y los
cuadernos apilados al azar. En cuanto al hombre del automóvil no encontré
ninguna alusión que me permitiera reconocerlo. Definitivamente lo había
olvidado. Pensé: “todo fue en vano”. Como si una brisa fresca acariciara todo
mi cuerpo experimenté un alivio sobrenatural. Anoté en el cuaderno 1535 los
últimos acontecimientos, los embalé en cajas y los mandé por correo a mi
hermano Silvio que vive en un pueblito del interior (si mis cuadernos no me han
mentido). Sólo me quedé con unas hojas sueltas para resumir esto que aún no
creo.
Estoy
cansado, mis ojos apenas pueden distinguir estas letras, he perdido la noción
del tiempo y por momentos tengo deseos de seguir escribiendo: una imagen, una
duda, otra vida, pero mi mano derecha necesita descansar, tiene extraños cayos
y una especie de moho en las uñas.
Es
de noche, la claridad de la luna me mancha... es hora de hacer otra cosa y
olvidar. Subiré a la planta alta de la casa… todavía no sé qué hay allí.
FIN