Vi al chico de diecisiete años en el piso, unos minutos antes me había arrebatado el celular, al escapar un vecino lo había reducido tirándolo al piso y apoyándole la rodilla en la nuca. El pibe me decía que no había hecho nada, que lo dejaran ir.
Vi a mi vecino, un hombre retirado del ejército, insultarlo de arriba abajo: “cállate maricón”,” no que sos tan machito para robar”, “ahora te pones a llorar como una nena”, y a la vez intercalar alguna frase dirigida al público que ya se estaba reuniendo: “la juventud de ahora no sirve, está rota”
Vi a la gente reunirse y también insultar al ladrón, cierto brillo en sus ojos delataba satisfacción de ver al pibe tirado en la calle la cara contra el piso.
Vi al chico nuevamente, lo conozco, es de la zona. El pibe ha vivido toda su vida en la calle, en su casa están su madre y sus cuatro hermanos. Dejó la escuela hace rato y se pegó al grupo de los vagos del barrio: esos que miran pasar todo, viven de changas o subsidios y, por qué no, uno que otro arrebato. A mí nunca me falto el respeto, más de una vez lo contraté para que me hiciera trabajos de limpieza en el fondo o en la vereda.
Por un instante se me ocurrió poner la cara contra el piso y ser el pibe chorro. Escuchar como todos me insultan: el gallego de la verdulería el mismo que me pagó un trabajo con verdura podrida, la vieja de la otra cuadra que explotó a más no poder la necesidad de trabajar de mi vieja, la maestra de en frente que vive de parte de enferma y está más sana que cualquiera, el milico que se cree la gran persona y la tiene encerrada a su mujer. Me doy cuenta que no puedo ponerme en su piel por qué esos reproches son más míos que de él; aunque el pibe los debe intuir, debe ver todas esas pequeñas y cotidianas perversidades, como sombras detrás de bambalinas.
Llega la policía, el agente me explica que tengo que hacer la denuncia, lo meten al móvil, el chico está resignado. Es menor de edad, se lo restituirán a la madre, yo iré a la comisaria, pero no haré la denuncia, recuperaré el teléfono y me iré a casa. Todo el barrio protestará por que entran por un lado y salen por otro y seguiremos alentando nuestras pequeñas miserias cotidianas. Lo cierto es que el ejercicio de ser el pibe chorro me dejó aún la sensación de tener la cara contra el piso.
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