Las luces salpican el
parque y lo visten de lunares, diferentes tonalidades de negro compiten como en
un concurso de belleza: el negro alquitrán debajo de un arbusto, la antracita
detrás de una estatua, el negro asfalto en el codo de una calle interna, el
negro azabache sobre la copa de los árboles, el negro azulado en el cielo casi
invisible y el negro betún con la brea mezclándose entre los troncos del
bosque. Una mujer joven espera en un banco con las manos entrelazadas, como si
estuviera rezando. Hay poca gente en el gran espacio verde. A fuera del parque,
como si hubiera otro universo, los autos y su frenesí de bocinas intolerantes, los
colectivos trasnochados y la gente corriendo a su casa para ganar un minuto de
descanso, porque mañana será otro día de trabajo.
La joven mira hacia un
lado y hacia otro, de repente, entre los retazos de oscuridad emerge un joven,
camina rápido, se dirige a donde está la mujer. La muchacha se pone de píe y da
dos pequeños pasos en dirección del hombre, al encontrarse se toman de las
manos, acercan sus rostros y se dan un beso. Se quedan inmovilizados por un
instante, se miran con mucha ternura, algo están diciéndose, pero es un secreto
porque hablan muy bajo.
Ella busca en su bolso…
saca un arma, apunta y dispara. El joven cae al piso, no se mueve, ella lo
observa por tres segundos, guarda el arma y se pierde entre el betún y la brea.

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